Eran las 8.15 del 6 de agosto de 1945, instante clave en la historia de Hiroshima y de la humanidad. Una explosión descomunal convirtió la ciudad en un infierno, producto de la bomba atómica lanzada por Estados Unidos. Al final de aquel año se contabilizaban 140.000 muertos. Hoy, 80 años después, el recuerdo de ese horror debería seguir funcionando como advertencia. Sin embargo, en un mundo tensionado por nuevas guerras, nacionalismos extremos y disputas geopolíticas con potencial nuclear, la sombra de Hiroshima vuelve a proyectarse con inquietante nitidez.

Según datos del Instituto Internacional de Estudios para la Paz de Estocolmo (SIPRI), hay más de 12.000 armas nucleares repartidas entre nueve países, con EEUU y Rusia a la cabeza. De ellas, unas 2.000 están en estado de alerta máxima, listas para ser lanzadas en cuestión de minutos desde tierra firme o desde submarinos desplegados por todas las latitudes.

La guerra en Ucrania reactivó el temor a una escalada nuclear en Europa. Por otro lado, las tensiones entre China y Estados Unidos en torno a Taiwán, los ensayos armamentísticos de Corea del Norte y la inestabilidad en Medio Oriente representan focos permanentes de riesgo. India y Pakistán, ambos poseedores de arsenales atómicos, se muestran los dientes todos los días. En todos los casos, el armamento nuclear funciona como una carta de intimidación y, paradójicamente, como un elemento de equilibrio inestable.

En Hiroshima, la conmemoración cada 6 de agosto no es solo un acto de memoria. Es también una advertencia al mundo. Sobrevivientes conocidos como hibakusha, todos ya ancianos, siguen dando testimonio del horror que vivieron. La ciudad ha construido su identidad alrededor del reclamo por el desarme y la paz global.

Recordar Hiroshima no debe ser solo una obligación con el pasado, sino una responsabilidad con el presente. El uso de armas nucleares no es un recurso más en la guerra moderna: es la posibilidad real de la destrucción masiva de la vida en el planeta. Y a diferencia de 1945, hoy no existe la excusa de la ignorancia; sabemos exactamente lo que está en juego.

El escritor y periodista John Hersey, que en 1946 dio voz al sufrimiento de los sobrevivientes de Hiroshima, escribió: “el mundo necesitaba saber lo que una bomba atómica le hace a un cuerpo humano”. Ese llamado a mirar de frente las consecuencias sigue vigente, porque el riesgo no ha desaparecido: ha mutado, se ha sofisticado, y ha quedado en manos de un puñado de personas con poder para decidir el destino del planeta.

En este aniversario, el mejor homenaje a las víctimas no son las ceremonias ni las palabras, sino un compromiso internacional firme y concreto por la paz. Eso implica reconstruir la confianza entre países, revitalizar los organismos de cooperación y prohibir de manera definitiva la existencia de armas cuyo único fin es el exterminio masivo.

El mundo no necesita más ejércitos. Necesita más diplomacia. No necesita más amenazas. Necesita más acuerdos. Y sobre todo, necesita no olvidar que el 6 de agosto de 1945, 80 años atrás, una ciudad fue aniquilada en segundos, y que eso podría volver a ocurrir.